lunes, 5 de julio de 2010

Capítulo 2: Espejos.

Cada vez que cruzo el pasillo de mi casa hasta el recibidor para salir por la puerta, sea para lo que sea, me fijo en tres cosas. La primera es mi reflejo en el gran espejo del armario de los zapatos. Miento. No veo mi verdadero reflejo; eso me dicen y yo me lo creo por momentos: a veces pienso que mi mente no distorsiona nada, que eso sólo es un tópico, y otras veces soy consciente de mis paranoias mentales y de mi estado real. Así que me quedaré con la idea de que veo otra imagen reflejada que el resto del mundo vería.

Recuerdo que cuando era niña me gustaba mirarme en aquellos gigantes espejos que había en los centros comerciales que te achataban la figura y te hacían parecer una persona-elefante.
-Mira mamá, lo gorda que estoy.

Ahora es como si mi casa estuvieses llena de esos malditos espejos. Los escaparates, las ventanillas de los coches e incluso los objetivos de las cámaras, a través de los cuales me observo y me despiezo constantemente, son también espejos de centros comerciales.
No sé si en mi completa ignorancia o en mi esperanza, barajo la posibilidad de llegar a interpretar algún día correctamente las imágenes que me devuelven los espejos. Me puedo pasar horas mirándome y escudriñándome sin parar, girando, gesticulando, aguantando la respiración o desnuda. Casi nunca me gusta lo que veo, o lo que creo ver.
Sólo algunos benditos y raros días pienso que no soy ni la sombra de lo que he sido, que debería acabar con todo esto de una vez, que ya estoy demasiado delgada... pero sólo un día de cada mes, exagerando.

Otra de las cosas en las que me fijo en el recibidor es una foto enmarcada con gusto en un portarretratos de madera. La imagen de dos niñas sonrientes cinco años atras. La mayor, que abraza a su hermana con una sonrisa en la cara, soy yo. Cualquier parecido con mi estado actual es pura coincidencia. Una niña para nada obesa, pero tampoco delgada. Una niña con un peso que, según su médico, era adecuado, pero que a ella ya le incomodaba y le suponía una fuente interminable de complejos. Diez segundos después de comenzar a fijarme en la estampa, el marco ya estaba bocabajo. No soporto esa imagen.

La tercera y última cosa que observo rutinariamente es un cuadro. Espero que ahora todo el mundo entienda el por qué de que llegue siempre tarde a todas partes.
La firma de ese cuadro pone mi nombre y es uno de los que más orgullosa me siento, uno de los pocos que realmente consiguen transmitirme algo que yo les transmití antes a ellos al pintarlos, y así poder recordar lo que pensaba hace años, cuando era diferente, antes de que todo esto pasara.
Tres mujeres y dos jarrones. Las mujeres se apoyan sobre ellos y me muestran la cara. A una se le ve todo el cuerpo. Es bajita y pesará unos ciento diez kilos. No para de llorar abrazada al jarrón y su trenza negra empapada en lágrimas se deja caer por su morenísima espalda. No creo que yo supere con creces en estatura a esa mujer: mido un metro sesenta. La báscula (de mi novio, en mi casa está prohibida) muestra una cifra de 45 kg cuando me coloco sobre ella. Se que estoy muy delgada, se que 45kg para mí y para mi altura son muy pocos, que mis conocidos me encuentran irreconocible y no estoy más guapa que antes aunque yo me vea mucho mejor. Se todo eso y más porque lo veo; ahí están las cifras y a ésas sí se las puede interpretar sin subjetividad, no como a los espejos. Aún así, todas las tardes me siento como la mujer de la trenza del cuadro.

1 comentario:

  1. tiiiiiiiiiiiiiiiia pesas lo mismo que un saquin de cemento! aaaaaaaaaaai andrea voy a darte, si siempre te digo que estas preciosa, porque...? bueno nada no te preocupes yo por suerte te sigo queriendo tanto como siempre, un besin de tu amiguin alejandrin jiji

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