Las personas, como los zapatos; de todos los colores, para diferentes ocasiones y para todos los gustos. Cuando pasamos cerca de un escaparate de zapatería nos quedamos detenidos contemplando lo que hay tras el cristal, cuando paseamos por la calle nos fijamos en el resto de los peatones. En ambos casos sacamos conclusiones, valoramos y de forma inmediata e inevitable creamos en nuestra mente una especie de lista de prioridades, virtudes y ventajas que saltan a la vista. Es entonces cuando miramos el precio o las circunstancias para desear a una persona o incluso a un magnífico par de zapatos. Si además de ser bonitos, son baratos y son buenos, no nos lo pensamos dos veces. Después de barajar posibilidades por lo general poco tiempo, nos hacemos con ellos. Los lucimos, los gastamos, nos sentimos orgullosos al estrenarlos y con el tiempo más cómodos. Nos hacen ganar esos centímetros que nos faltan, ese suplemento de ego y bienestar que necesitamos.
Nos sentimos cada vez más a gusto con ellos. Nos engañan y nos hacen creer que siempre seremos así de bonitos, que siempre estaremos así de bien No somos más que ilusos que seguimos caminando por la calle día tras día con ellos puestos hasta que de repente se rompen y caemos al suelo sin entender nada.
Y así nos dejan, descalzos y doloridos ante el mundo y sin ganas de poner zapatos nunca más.
Solo nos quedan entonces dos opciones: tirarlos a la basura o llevarlos al zapatero. Lo último sale muy caro y probablemente nos vuelvan a romper otra vez.
Así que es mejor caminar descalzo (eso sí, con paso firme) yendo sólo hacia donde realmente nosotros queremos y sin dejar que nada ni nadie (ni un hombre ni unos zapatos) nos desvíe de nuestro camino, y mucho menos nos haga caer.
Precioso.
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