Llegados a este punto de la vida y del verano, me doy cuenta de que absolutamente todos los días son iguales. Igual de aburridos e insustanciales. Tardes para descansar del descanso con mi gente; tomarnos una coca-cola zero en un sitio de costa, en mi pueblo o en un bar cosmopolita. ¿Qué más da? Sólo estamos cambiando de escenario la representación para no hacerla tan tediosa, sólo estamos engañándonos a nosotros mismos con una ilusión, la idea de variedad en nuestras vidas prácticamente uniformes.
¿Qué diferencia pues, un día de compras por la capital a un día de playa? Entre todos podríamos alaborar posiblemente más de mil respuestas distintas, pero la mayoría mantendríamos que lo que verdaderamente diferencia los días y los momentos y los convierte en mágicos es nuestra disposición, nuestro semblante ante la vida... nuestra capacidad para hacerlos únicos en nuestra memoria, para exprimirlos al máximo y sacar lo mejor de ellos. La diferencia y el progreso en mi vida no están en pasar de comer una ensalada a comerme un filete, sino en pasar de querer comerme una ensalada a no autocastigarme por pensar en un trozo de carne.
martes, 17 de agosto de 2010
lunes, 2 de agosto de 2010
Im-paciencia.
Esto es frío. Esto es espera. Esto es alcohol, esperanza, gritos, apagones, verte aparecer, palabras, roces, muchísimas horas. Todo esto es como un puente colgante increíblemente largo y viejo; y no sé todavía si he llegado a la mitad, si estoy a punto de llegar al otro lado o si ya me caído. Esto es lento, constante y no lleva a ninguna parte. Esto crece y decrece por momentos y me está volviendo loca. Todo esto es como humo. Tan efímero, tan contaminante, tan gris y tan estimulante como el humo.
lunes, 19 de julio de 2010
La famosa decepción.
Las personas, como los zapatos; de todos los colores, para diferentes ocasiones y para todos los gustos. Cuando pasamos cerca de un escaparate de zapatería nos quedamos detenidos contemplando lo que hay tras el cristal, cuando paseamos por la calle nos fijamos en el resto de los peatones. En ambos casos sacamos conclusiones, valoramos y de forma inmediata e inevitable creamos en nuestra mente una especie de lista de prioridades, virtudes y ventajas que saltan a la vista. Es entonces cuando miramos el precio o las circunstancias para desear a una persona o incluso a un magnífico par de zapatos. Si además de ser bonitos, son baratos y son buenos, no nos lo pensamos dos veces. Después de barajar posibilidades por lo general poco tiempo, nos hacemos con ellos. Los lucimos, los gastamos, nos sentimos orgullosos al estrenarlos y con el tiempo más cómodos. Nos hacen ganar esos centímetros que nos faltan, ese suplemento de ego y bienestar que necesitamos.
Nos sentimos cada vez más a gusto con ellos. Nos engañan y nos hacen creer que siempre seremos así de bonitos, que siempre estaremos así de bien No somos más que ilusos que seguimos caminando por la calle día tras día con ellos puestos hasta que de repente se rompen y caemos al suelo sin entender nada.
Y así nos dejan, descalzos y doloridos ante el mundo y sin ganas de poner zapatos nunca más.
Solo nos quedan entonces dos opciones: tirarlos a la basura o llevarlos al zapatero. Lo último sale muy caro y probablemente nos vuelvan a romper otra vez.
Así que es mejor caminar descalzo (eso sí, con paso firme) yendo sólo hacia donde realmente nosotros queremos y sin dejar que nada ni nadie (ni un hombre ni unos zapatos) nos desvíe de nuestro camino, y mucho menos nos haga caer.
Nos sentimos cada vez más a gusto con ellos. Nos engañan y nos hacen creer que siempre seremos así de bonitos, que siempre estaremos así de bien No somos más que ilusos que seguimos caminando por la calle día tras día con ellos puestos hasta que de repente se rompen y caemos al suelo sin entender nada.
Y así nos dejan, descalzos y doloridos ante el mundo y sin ganas de poner zapatos nunca más.
Solo nos quedan entonces dos opciones: tirarlos a la basura o llevarlos al zapatero. Lo último sale muy caro y probablemente nos vuelvan a romper otra vez.
Así que es mejor caminar descalzo (eso sí, con paso firme) yendo sólo hacia donde realmente nosotros queremos y sin dejar que nada ni nadie (ni un hombre ni unos zapatos) nos desvíe de nuestro camino, y mucho menos nos haga caer.
viernes, 16 de julio de 2010
Pájaros en la cabeza.
El ser humano tiene alas, pero nadie quiere reconocerlo. Desde pequeños sentimos frío. Y no me refiero a este frío que te hace tiritar en las noches de invierno y te obliga a vestir abrigos, sino al miedo a perderlo todo, a no ser nada. Ser inferior al resto es una idea aterradora para nosotros, y como la mayoría siempre encontraremos a alguien mejor que nosotros en cualquier cosa que nos propongamos hacer, buscamos otras salidas para sentirnos bien con nosotros mismos, para dejar de tener frío, para encontrar cobijo. Me refiero a "soluciones" de todo tipo: comprarnos un coche, pegar a nuestros hijos, casarnos con alguien que no amamos, estudiar una carrera que no nos guste.. y así seguiría enumerando casi todas las acciones mínimamente relevantes de nuestras vidas.
Es verano, existe la música y conocemos frases como "para gustos colores" o "nadie es mejor que nadie".
Mi propósito vacacional es quitarme de las alas todos aquellos prejuicios que algún día se hicieron parte de mí, darme una tregua, no perder jamás la esperanza, seguir sin creer en Dios y empezar a creer en mí; exprimir cada segundo del reloj para sonreir o al menos no llorar.
Es tiempo de echar a volar. Aunque no haya frío, necesito y tengo (por suerte) cobijo humano.
Es verano, existe la música y conocemos frases como "para gustos colores" o "nadie es mejor que nadie".
Mi propósito vacacional es quitarme de las alas todos aquellos prejuicios que algún día se hicieron parte de mí, darme una tregua, no perder jamás la esperanza, seguir sin creer en Dios y empezar a creer en mí; exprimir cada segundo del reloj para sonreir o al menos no llorar.
Es tiempo de echar a volar. Aunque no haya frío, necesito y tengo (por suerte) cobijo humano.
domingo, 11 de julio de 2010
Capítulo 4: Victorias y derrotas.
Casi todas las palabras que escribiría ahora si intentase expresar lo que siento serían inventadas o tacos ya conocidos, pero no quiero llenar mi blog de esto aunque ya pase de las doce y estemos en horario adulto. De las veinticuatro horas del día he dormido once, charlado cinco, otras cinco me he vuelto loca y tres las he pasado en vilo frente a una pantalla.
Nada más levantarme (con mal pie) y beberme un zumo, salí al jardín a fumarme un cigarrillo. Cinco minutos para reflexionar acerca de lo que quiero hacer durante el día. Pura rutina. Después los mareos, la pérdida de equilibrio y el bajón de tensión. Tumbarme en el sofá un cuarto de hora sin ropa y tararear canciones de Nirvana. Pura rutina. Subir a mi habitación, recogerlo todo, hacer la cama. Comer más. Comer más. Echar mi vida por el retrete. Poner buenas caras a todo el mundo, decirle a mi madre que me encuentro perfectamente. Odiarme. Hartarme de esto, cansarme de mi vida, de mí, porque no soy capaz de soportar ya más esta situación; que no controlo nada, que todo me controla a mí. Darme cuenta de que todas aquellas cosas que siempre odie: los prejuicios, la hipocresía, la imagen por encima de todo, la frivolidad... me tienen presa.
Hoy he visto la comida personalizada. Hoy la he hecho persona y así se quedará para siempre. La imagino con cara, con brazos y con tripa. Esto es una batalla entre ella y yo. Todo el mundo, incluida yo en aquellos tiempos, pudo con ella. Simplemente comerla, no preocuparte por engordar y vivir feliz. Verla como algo necesario y por lo que estar agradecido, y no como un enemigo. Es ahora cuando me doy cuenta de que, aunque todo el mundo piense que esto consiste en el desprecio a la comida, en la aversión a todo lo que alimente... en realidad es una forma de venerarla. Me paso todo el día pensando en ella, me domina y lo reconozco. Me tiene presa y yo le tengo miedo. No me da verguenza reconocer que ella está ganando esta batalla porque yo voy a ganar la guerra.
Tras pasarme un día gritándome a mi misma en casa, salir un rato y volver a gritarme tras la cena, me alivió el saber que aunque yo esté perdiendo la victoria sigue ahí.
Grande Iniesta, grande España y gigantes las lágrimas del gigante Casillas!
(Qué mal repartido está todo, unos ganan al mundo y otros pierdem frente a un plato de arroz.)
Nada más levantarme (con mal pie) y beberme un zumo, salí al jardín a fumarme un cigarrillo. Cinco minutos para reflexionar acerca de lo que quiero hacer durante el día. Pura rutina. Después los mareos, la pérdida de equilibrio y el bajón de tensión. Tumbarme en el sofá un cuarto de hora sin ropa y tararear canciones de Nirvana. Pura rutina. Subir a mi habitación, recogerlo todo, hacer la cama. Comer más. Comer más. Echar mi vida por el retrete. Poner buenas caras a todo el mundo, decirle a mi madre que me encuentro perfectamente. Odiarme. Hartarme de esto, cansarme de mi vida, de mí, porque no soy capaz de soportar ya más esta situación; que no controlo nada, que todo me controla a mí. Darme cuenta de que todas aquellas cosas que siempre odie: los prejuicios, la hipocresía, la imagen por encima de todo, la frivolidad... me tienen presa.
Hoy he visto la comida personalizada. Hoy la he hecho persona y así se quedará para siempre. La imagino con cara, con brazos y con tripa. Esto es una batalla entre ella y yo. Todo el mundo, incluida yo en aquellos tiempos, pudo con ella. Simplemente comerla, no preocuparte por engordar y vivir feliz. Verla como algo necesario y por lo que estar agradecido, y no como un enemigo. Es ahora cuando me doy cuenta de que, aunque todo el mundo piense que esto consiste en el desprecio a la comida, en la aversión a todo lo que alimente... en realidad es una forma de venerarla. Me paso todo el día pensando en ella, me domina y lo reconozco. Me tiene presa y yo le tengo miedo. No me da verguenza reconocer que ella está ganando esta batalla porque yo voy a ganar la guerra.
Tras pasarme un día gritándome a mi misma en casa, salir un rato y volver a gritarme tras la cena, me alivió el saber que aunque yo esté perdiendo la victoria sigue ahí.
Grande Iniesta, grande España y gigantes las lágrimas del gigante Casillas!
(Qué mal repartido está todo, unos ganan al mundo y otros pierdem frente a un plato de arroz.)
martes, 6 de julio de 2010
Capítulo 3: Madres.
Parece mentira que quiera a mi madre con todo lo que le estoy haciendo pasar. Esto es aplicable a toda mi familia pero en especial a ella; le resulta mucho más difícil la situación, algo que comprendo perfectamente.
Sólo las madres viven con esas cadenas que las atan a sus hijos con tanta fuerza, y ellas son las que más miedo tienen de que cierto día se rompan o se oxiden. Los demás podemos tan solo hacernos una idea.
Debe de ser muy duro par auna madre ver como su hija se muere poco a poco y de forma casi voluntaria y obsesiva. Debe de ser duro ver como la ropa de tu hija es cada vez más estrecha.
Tu hija. Esa que vestía pantalones de la talla 38 y que ahora los prueba de la 32, talla que ni siquiera pensabas que existía, y asientan con facilidad.
Yo no quería preocupar a mi madre, siempre trabajando, ni sabía cómo iba a reaccionar ante tal problema inesperado. Por eso, cuando me decidí y se lo conté ya había pasado más de un año desde la primera vez que me provoqué el vómito.
Las madres tienen un sexto sentido, a veces creo que hasta un séptimo. Ella ya había notado algo pero no quería sacar conclusiones mientras me veía bajar en picado en los estudios, convertirme en una bipolar insoportable y dejar paulatinamente de comer.
Mis palabras no fueron una noticia, sino una confirmación de los hechos.
Me pasé días buscando el momento y las palabras adecuadas y al final no fueron adecuadas, sólo improvisadas y directas.
-Mamá, como ya te habrás dado cuenta, tengo problemas con la comida. - le dije cuando vino a preguntarme qué quería para cenar y me encontró llorando frente a la ventana del balcón.
Su reacción fue lógica y esperada, aunque no me gritó ni se puso histérica, lo que yo pensaba que iba a ocurrir.
Al siguiente día ya habíamos ido a nuestro médico de cabecera, que nos dio cita para un psicólogo.
No obstante, la situación ha cambiado mucho. Mi madre ya ha pasado por más de cuatro etapas distintas durante todo este tiempo.
Primero vino la incertidumbre, la extrañeza de la situación. Un mes después se fue acostumbrando e intentaba constantemente convencerme de que debía comer. Más tarde llegó la desesperación: ya no sabía qué hacer, no era capaz a sacarme todo eso que tenía en la cabeza y que no conocía bien ni yo. Esta última etapa no sé ni como definirla. A veces dice que nunca más va a intentar convencerme, que total no sirve de nada, y parece que está tirando la toalla. Otras veces me habla de lo guapa que estoy ese día y de lo más guapa que estaré cuando salga de este túnel. Muchas veces la saco de quicio con mis llantos y mis impertinencias. Mis malditos cambios de humor que no puedo controlar. Ella me saca de quicio a mí con sus sermones y sus frases que me conozco punto por punto, coma por coma. En cambio, si algún día no me dice esas frases ya conocidas, me siento desabrigada en medio de una helada.
Tengamos el día que tengamos, nos conocemos muy bien mutuamente y tengo la certeza de que ninguna de las dos se va a rendir jamás.
Sólo las madres viven con esas cadenas que las atan a sus hijos con tanta fuerza, y ellas son las que más miedo tienen de que cierto día se rompan o se oxiden. Los demás podemos tan solo hacernos una idea.
Debe de ser muy duro par auna madre ver como su hija se muere poco a poco y de forma casi voluntaria y obsesiva. Debe de ser duro ver como la ropa de tu hija es cada vez más estrecha.
Tu hija. Esa que vestía pantalones de la talla 38 y que ahora los prueba de la 32, talla que ni siquiera pensabas que existía, y asientan con facilidad.
Yo no quería preocupar a mi madre, siempre trabajando, ni sabía cómo iba a reaccionar ante tal problema inesperado. Por eso, cuando me decidí y se lo conté ya había pasado más de un año desde la primera vez que me provoqué el vómito.
Las madres tienen un sexto sentido, a veces creo que hasta un séptimo. Ella ya había notado algo pero no quería sacar conclusiones mientras me veía bajar en picado en los estudios, convertirme en una bipolar insoportable y dejar paulatinamente de comer.
Mis palabras no fueron una noticia, sino una confirmación de los hechos.
Me pasé días buscando el momento y las palabras adecuadas y al final no fueron adecuadas, sólo improvisadas y directas.
-Mamá, como ya te habrás dado cuenta, tengo problemas con la comida. - le dije cuando vino a preguntarme qué quería para cenar y me encontró llorando frente a la ventana del balcón.
Su reacción fue lógica y esperada, aunque no me gritó ni se puso histérica, lo que yo pensaba que iba a ocurrir.
Al siguiente día ya habíamos ido a nuestro médico de cabecera, que nos dio cita para un psicólogo.
No obstante, la situación ha cambiado mucho. Mi madre ya ha pasado por más de cuatro etapas distintas durante todo este tiempo.
Primero vino la incertidumbre, la extrañeza de la situación. Un mes después se fue acostumbrando e intentaba constantemente convencerme de que debía comer. Más tarde llegó la desesperación: ya no sabía qué hacer, no era capaz a sacarme todo eso que tenía en la cabeza y que no conocía bien ni yo. Esta última etapa no sé ni como definirla. A veces dice que nunca más va a intentar convencerme, que total no sirve de nada, y parece que está tirando la toalla. Otras veces me habla de lo guapa que estoy ese día y de lo más guapa que estaré cuando salga de este túnel. Muchas veces la saco de quicio con mis llantos y mis impertinencias. Mis malditos cambios de humor que no puedo controlar. Ella me saca de quicio a mí con sus sermones y sus frases que me conozco punto por punto, coma por coma. En cambio, si algún día no me dice esas frases ya conocidas, me siento desabrigada en medio de una helada.
Tengamos el día que tengamos, nos conocemos muy bien mutuamente y tengo la certeza de que ninguna de las dos se va a rendir jamás.
lunes, 5 de julio de 2010
Capítulo 2: Espejos.
Cada vez que cruzo el pasillo de mi casa hasta el recibidor para salir por la puerta, sea para lo que sea, me fijo en tres cosas. La primera es mi reflejo en el gran espejo del armario de los zapatos. Miento. No veo mi verdadero reflejo; eso me dicen y yo me lo creo por momentos: a veces pienso que mi mente no distorsiona nada, que eso sólo es un tópico, y otras veces soy consciente de mis paranoias mentales y de mi estado real. Así que me quedaré con la idea de que veo otra imagen reflejada que el resto del mundo vería.
Recuerdo que cuando era niña me gustaba mirarme en aquellos gigantes espejos que había en los centros comerciales que te achataban la figura y te hacían parecer una persona-elefante.
-Mira mamá, lo gorda que estoy.
Ahora es como si mi casa estuvieses llena de esos malditos espejos. Los escaparates, las ventanillas de los coches e incluso los objetivos de las cámaras, a través de los cuales me observo y me despiezo constantemente, son también espejos de centros comerciales.
No sé si en mi completa ignorancia o en mi esperanza, barajo la posibilidad de llegar a interpretar algún día correctamente las imágenes que me devuelven los espejos. Me puedo pasar horas mirándome y escudriñándome sin parar, girando, gesticulando, aguantando la respiración o desnuda. Casi nunca me gusta lo que veo, o lo que creo ver.
Sólo algunos benditos y raros días pienso que no soy ni la sombra de lo que he sido, que debería acabar con todo esto de una vez, que ya estoy demasiado delgada... pero sólo un día de cada mes, exagerando.
Otra de las cosas en las que me fijo en el recibidor es una foto enmarcada con gusto en un portarretratos de madera. La imagen de dos niñas sonrientes cinco años atras. La mayor, que abraza a su hermana con una sonrisa en la cara, soy yo. Cualquier parecido con mi estado actual es pura coincidencia. Una niña para nada obesa, pero tampoco delgada. Una niña con un peso que, según su médico, era adecuado, pero que a ella ya le incomodaba y le suponía una fuente interminable de complejos. Diez segundos después de comenzar a fijarme en la estampa, el marco ya estaba bocabajo. No soporto esa imagen.
La tercera y última cosa que observo rutinariamente es un cuadro. Espero que ahora todo el mundo entienda el por qué de que llegue siempre tarde a todas partes.
La firma de ese cuadro pone mi nombre y es uno de los que más orgullosa me siento, uno de los pocos que realmente consiguen transmitirme algo que yo les transmití antes a ellos al pintarlos, y así poder recordar lo que pensaba hace años, cuando era diferente, antes de que todo esto pasara.
Tres mujeres y dos jarrones. Las mujeres se apoyan sobre ellos y me muestran la cara. A una se le ve todo el cuerpo. Es bajita y pesará unos ciento diez kilos. No para de llorar abrazada al jarrón y su trenza negra empapada en lágrimas se deja caer por su morenísima espalda. No creo que yo supere con creces en estatura a esa mujer: mido un metro sesenta. La báscula (de mi novio, en mi casa está prohibida) muestra una cifra de 45 kg cuando me coloco sobre ella. Se que estoy muy delgada, se que 45kg para mí y para mi altura son muy pocos, que mis conocidos me encuentran irreconocible y no estoy más guapa que antes aunque yo me vea mucho mejor. Se todo eso y más porque lo veo; ahí están las cifras y a ésas sí se las puede interpretar sin subjetividad, no como a los espejos. Aún así, todas las tardes me siento como la mujer de la trenza del cuadro.
Recuerdo que cuando era niña me gustaba mirarme en aquellos gigantes espejos que había en los centros comerciales que te achataban la figura y te hacían parecer una persona-elefante.
-Mira mamá, lo gorda que estoy.
Ahora es como si mi casa estuvieses llena de esos malditos espejos. Los escaparates, las ventanillas de los coches e incluso los objetivos de las cámaras, a través de los cuales me observo y me despiezo constantemente, son también espejos de centros comerciales.
No sé si en mi completa ignorancia o en mi esperanza, barajo la posibilidad de llegar a interpretar algún día correctamente las imágenes que me devuelven los espejos. Me puedo pasar horas mirándome y escudriñándome sin parar, girando, gesticulando, aguantando la respiración o desnuda. Casi nunca me gusta lo que veo, o lo que creo ver.
Sólo algunos benditos y raros días pienso que no soy ni la sombra de lo que he sido, que debería acabar con todo esto de una vez, que ya estoy demasiado delgada... pero sólo un día de cada mes, exagerando.
Otra de las cosas en las que me fijo en el recibidor es una foto enmarcada con gusto en un portarretratos de madera. La imagen de dos niñas sonrientes cinco años atras. La mayor, que abraza a su hermana con una sonrisa en la cara, soy yo. Cualquier parecido con mi estado actual es pura coincidencia. Una niña para nada obesa, pero tampoco delgada. Una niña con un peso que, según su médico, era adecuado, pero que a ella ya le incomodaba y le suponía una fuente interminable de complejos. Diez segundos después de comenzar a fijarme en la estampa, el marco ya estaba bocabajo. No soporto esa imagen.
La tercera y última cosa que observo rutinariamente es un cuadro. Espero que ahora todo el mundo entienda el por qué de que llegue siempre tarde a todas partes.
La firma de ese cuadro pone mi nombre y es uno de los que más orgullosa me siento, uno de los pocos que realmente consiguen transmitirme algo que yo les transmití antes a ellos al pintarlos, y así poder recordar lo que pensaba hace años, cuando era diferente, antes de que todo esto pasara.
Tres mujeres y dos jarrones. Las mujeres se apoyan sobre ellos y me muestran la cara. A una se le ve todo el cuerpo. Es bajita y pesará unos ciento diez kilos. No para de llorar abrazada al jarrón y su trenza negra empapada en lágrimas se deja caer por su morenísima espalda. No creo que yo supere con creces en estatura a esa mujer: mido un metro sesenta. La báscula (de mi novio, en mi casa está prohibida) muestra una cifra de 45 kg cuando me coloco sobre ella. Se que estoy muy delgada, se que 45kg para mí y para mi altura son muy pocos, que mis conocidos me encuentran irreconocible y no estoy más guapa que antes aunque yo me vea mucho mejor. Se todo eso y más porque lo veo; ahí están las cifras y a ésas sí se las puede interpretar sin subjetividad, no como a los espejos. Aún así, todas las tardes me siento como la mujer de la trenza del cuadro.
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